Represión franquista en Becilla de Valderaduey
En la zona había mucho caciquismo, gente que tenía tierras y contrataba a los jornaleros sin acatar las nuevas leyes. Las protestas de la Sociedad les parecían inaceptables, y cuando se convocaban huelgas y paros, contraatacaban pagando esquiroles y provocadores.
Becilla de Valderaduey es un pueblo en el que hubo siempre mucha conciencia por parte de los jornaleros, que se asociaban y se defendían ante los problemas laborales.
En 1931 fue elegido como alcalde republicano Guillermo Calderón Azcona, que tenía 30 años y estaba afiliado a Izquierda Republicana. A pesar de que pronto comenzó a enfrentarse con los sectores más izquierdistas del pueblo, continuó en el cargo hasta julio de 1936, con el intervalo del bienio de derechas; con el triunfo del Frente Popular regresó a la Alcaldía.
En abril del año 1932 se convocó una huelga de jornaleros porque los propietarios no cumplían las leyes ni los convenios; también se produjeron protestas por las contribuciones, y como consecuencia hubo un pleito en el que los huelguistas fueron defendidos por Álvarez Taladriz, el famoso abogado republicano de Valladolid.
En el año 1931, tras el triunfo de la República, se constituyó la Casa del Pueblo de Becilla, con un sindicato de Oficios Varios y la Sociedad Obrera. Estas dos organizaciones eran potentes, pero tenían al enemigo dentro, como después se comprobó.
Por otra parte, en Becilla había pocas personas declaradamente de derechas y ningún falangista. Todos los falangistas aparecieron en julio del 36, tras la sublevación. Hasta entonces lo que había era un requeté, que era hijo del secretario del Ayuntamiento y que ayudó mucho a que se formara la Falange en el pueblo. Se llamaba César, y era un joven estudiante.
Las derechas del pueblo estaban camufladas. Se componían fundamentalmente de los antiguos componentes del Somatén, que habían protestado mucho cuando fue disuelto, diciendo por el pueblo que a ver quienes lo defenderían cuando llegase la revolución. Al estallar el Movimiento, estos hombres recuperaron el poder y las armas que la República les había quitado. En la zona había mucho caciquismo, gente que tenía tierras y contrataba a los jornaleros sin acatar las nuevas leyes. Las protestas de la Sociedad les parecían inaceptables, y cuando se convocaban huelgas y paros, contraatacaban pagando esquiroles y provocadores.
Las disensiones del alcalde Calderón con los vecinos de izquierdas fueron continuas, hasta que a finales de mayo de 1936, la directiva de la Casa del Pueblo de Becilla se disolvió como protesta ante la actuación del alcalde, quien tras el golpe se declaró “derechista”, afirmando “haber puesto todo tipo de trabas a los de la Sociedad”.
Prueba de la veracidad de sus declaraciones es que nada más declararse el golpe de estado, se presentó ante la guardia civil con su coche y se dedicó noche y día a hacer “labores de limpieza” por toda la zona “con el mayor fervor y entusiasmo”, tal y como recogen varios informes de la Guardia Civil y otras autoridades .
La traición de Guillermo Calderón posibilitó la detención y muerte de los que hasta entonces habían sido sus compañeros.
El domingo 19 de julio se presentó en Becilla un grupo de falangistas procedentes de Mayorga acompañados por varios guardias civiles del puesto de Vega de Ruiponce. En la plaza, ante el ayuntamiento, declararon que disolvían la Corporación legal, de la que se iban a hacer cargo. Un vecino llamado Antonio Castañeda se resistió, arengando a otros vecinos presentes. Le dijeron que lo iban a detener y él les contestó que eran ellos los que se estaban sublevando contra la legalidad. Antonio Castañeda tenía más de treinta años y pertenecía a una familia conservadora, pero respetaba la ley y se negó en redondo a ceder el consistorio. Los falangistas lo detuvieron y lo llevaron a Mayorga. Su familia se movilizó y consiguieron sacarlo de la cárcel; pero se encontraron con que le habían torturado de tal manera que murió tres días después de ser detenido.
Antonio Castañeda fue el primer muerto de Becilla. Al comprobar que el crimen quedaba impune, la gente se empezó a asustar. No había pasado una semana cuando volvieron los mismos falangistas y sacaron de su casa a Miguel González. Lo llevaron al monte Bilbis, que se encuentra cerca de Roales, y lo mataron allí.
Durante los días posteriores llegaron noticias que hablaban de barbaridades que se estaban cometiendo por las localidades cercanas.
El día 6 de agosto los falangistas detuvieron a un grupo de seis personas. Los llevaron a Villalón, a la cárcel de partido, donde fueron interrogados y torturados hasta que intervino Cipriano Calderón Alonso “El Calderero”, uno de los que se habían hecho falangistas, porque en el grupo estaba su hermano Onofre, y los detenidos fueron trasladados a Valladolid, librándose de la muerte.
Este grupo estaba compuesto por Agustín Peña, Saturnino González, Rufino Álvarez, Valentín Pérez, Sabino Rodríguez y Onofre Calderón, cuyo hermano intercedió y los salvó a todos.
El día 7 de agosto los falangistas fueron a casa de Alejo Valbuena Villagrá, el cartero de Becilla. Lo sacaron de la cama y muchos vecinos contemplaron cómo se lo llevaban en mangas de camisa. Una de sus hijas intentó seguir al grupo y fue amenazada delante de todo el pueblo. Lo mataron junto con otros vecinos de Berrueces. Parece que los enterraron a todos juntos junto a un regato, en el arcén de la carretera de León.
Pasados unos días detuvieron a otro grupo y los llevaron también a Cocheras. Este grupo estaba compuesto por Valeriano Peña, Alfonso Villagrá, Bonifacio Peña, Melchor Carro, Ángel Peña, Felipe González y Felipe del Agua.
Juzgaron a todos los detenidos juntos en el Consejo de Guerra 539/36. Hubo dos condenas a muerte y seis cadenas perpetuas. Los demás fueron condenados a treinta años, y a la mayor parte de ellos les conmutaron la pena por la de seis años y un día.
José Marcos Marcos, presidente de la Casa del Pueblo, fue detenido el 29 de septiembre por dos guardias civiles y el falangista Cipriano Calderón, que lo trasladaron en el coche de éste a Valladolid, donde fue juzgado con sus vecinos, condenado a muerte y fusilado.
También fue detenido otro vecino de Becilla llamado Justiniano Ramos, preso gubernativo, sin juicio, que pasó 11 meses en Cocheras y después fue movilizado.
Además de todos estos detenidos, hubo una lista de mujeres, aunque al final no fueron asesinadas.
El cura, Don Julián, no estaba de acuerdo con las matanzas e intervino para que no se asesinase a los detenidos. Más adelante comenzaron las incautaciones de bienes y el párroco volvió a intervenir a favor de los detenidos e incautados, aunque no pudo evitar que les confiscasen los bienes. A las familias les requisaron todo lo que pudieron: animales, aperos, cosechas, muebles… Después se nombraban depositarios que a menudo se beneficiaron de los bienes incautados hasta que se levantaron los embargos, que fue años más tarde.
Las viudas y las mujeres de los detenidos lo pasaron muy mal; los sublevados, erigidos en vencedores, les hicieron la vida muy dura. Tuvieron que lavar ropa, machacar piedra, barrer las carreteras y mendigar. Hacia el año 1946 comenzaron a devolverse las propiedades incautadas, pero muchas de las tierras estaban ya arruinadas, los animales habían desaparecido y las herramientas ya no servían para nada.
El destrozo fue extraordinario y el pueblo no se recuperó jamás. Los detenidos, cuando salieron de las prisiones en libertad condicional, estaban extenuados y desmoralizados. Los nuevos amos, en su afán por destruirlos, les negaban el trabajo, con lo que consiguieron arruinarse también ellos.
En cuanto se levantaron las prohibiciones, las familias de las víctimas se lanzaron a la emigración, única salida para sobrevivir. Muchos de sus descendientes ni siquiera conocen el pueblo de sus abuelos y padres.
Se cumple así el designio de los golpistas, cuyo objetivo era eliminar a sus oponentes políticos y apropiarse por completo del pueblo, aunque con sus acciones, que quedaron impunes, lo hayan conducido a la ruina.