Asesinato de Julio Martín Martín "Portillano"
Estaba casado con Elena Lermo de Pedro “Manoja”, nacida en Tudela en 1908 y eran padres de Julio, de nueve meses, Aurelio, de 3 años, (muy conocido en Tudela por ser el enterrador) y Teresa, la mayor, de siete años.
Julio Martín Martín, conocido como “El Portillano”, había nacido en Portillo el 19 de agosto de 1904 y lo asesinaron a principios de agosto de 1936, por lo que no llegó a cumplir los 32 años.
Estaba casado con Elena Lermo de Pedro “Manoja”, nacida en Tudela en 1908 y eran padres de Julio, de nueve meses, Aurelio, de 3 años, (muy conocido en Tudela por ser el enterrador) y Teresa, la mayor, de siete años.
La familia vivía en la calle San Roque 5.
En los días posteriores a la sublevación, Julio se ocultó en el campo junto a otros vecinos de Tudela, entre los que estaban Heliodoro Palacín, Víctor Carracedo y Salvador Arpa.
El grupo se ocultó en La Cistérniga, en la finca de un hermano del guarda del canal llamado Germán; pero los falangistas rondaban la zona y se tuvieron que ir. Durante el día se ocultaban entre las morenas, pero por la noche podían ver a las patrullas que iban tras ellos con caballos y linternas.
Julio era el mayor de todos ellos y el único casado y con hijos. Al ver que la situación se prolongaba, decidió volver al pueblo. Decía que echaba de menos a sus hijos. Su escapada duró tres o cuatro días.
Regresó a su domicilio. Estaba trabajando en el prado comunal, en la raya de Villabáñez junto con otros vecinos del pueblo, cuando lo vino a buscar el guarda de campo conocido como “Villostres” para que se presentara en el ayuntamiento, de parte del cabo Ferreras, de la guardia civil. Julio dejó la herramienta y comentó: “Yo ya no trabajo más”.
Una vez en el ayuntamiento, fue interrogado acerca de la fuga, sin que en ningún momento lo maltrataran. Aún así, él tenía el presentimiento de estar señalado y de que lo iban a matar.
Cuando salió del ayuntamiento contó a los Arpa que le habían preguntado mucho acerca de los componentes del grupo de fugados y que no había delatado a nadie.
En la madrugada del 4 al 5 de agosto fueron a detenerlo. Julián Sánchez, el alguacil, guiaba a los asesinos, que eran desconocidos. Iba un camión lleno de gente armada. Esa noche sacaron también a Braulio Martín “El zapatero de Rueda” y a su mujer, Paulina Bayón. Los llevaban atados por las muñecas. Muchos vecinos vieron la escena desde las ventanas de sus casas.
A la altura del primer barredo de La Cistérniga, detuvieron el camión, los obligaron a bajar y los fusilaron. Eran siete u ocho personas. Quedaron allí tendidos, pero alguno de ellos sobrevivió, como Braulio, el marido de Paulina, y una mujer conocida como “La Galera”, que se puso en pie y comenzó a caminar hacia Tudela. Logró llegar a su casa y no la molestaron más.
Un tiempo después llegó un camión y recogió los cuerpos de las víctimas. Los llevaron al Hospital Provincial de Valladolid, al depósito de cadáveres, y Braulio quedó ingresado.
Fue entonces cuando avisaron a la hija mayor de Braulio y Paulina, llamada Virginia, que se trasladó de inmediato a Valladolid y pudo ver los cadáveres, identificando a su madre y a Julio Martín.
Virginia se cruzó en un pasillo del hospital con uno de los asesinos de su madre, quien comentó algo acerca del error cometido al dejar con vida a algunas víctimas. Este hombre fue identificado por Virginia como propietario de un puesto en el mercado de Valladolid.
La familia de Julio Martín fue informada por Virginia. Julio tenía un hermano, a quien solicitaron que fuera al depósito para identificar el cuerpo, pero era tal el miedo que había, que el hermano no se atrevió a acudir.
Julio fue enterrado en una fosa común del cementerio de Valladolid.
Elena Lermo quedó viuda y con los tres niños pequeños de 7 y 3 años y 9 meses.
Al principio estuvo muy mal; después reaccionó y se puso a trabajar para Sacristán, que estaba empleando en sus propiedades a las viudas de las víctimas.
Con el tiempo, Elena quiso casarse e inició los trámites legales, el primero de los cuales era el certificado de viudedad, que no pudo conseguir a pesar de que su primer marido, Julio Martín, había sido identificado en el depósito de cadáveres en 1936. Otras viudas consiguieron ese certificado, pero a ella le fue imposible.
Cada vez que iba al ayuntamiento a solicitarlo, el secretario le decía que no había constancia de su viudedad, y que posiblemente su marido estaba vivo. A todos los efectos, ella era casada, y sus hijos tenían un padre vivo. Estos tejemanejes del secretario amargaron la vida de la familia durante años.
Elena y su pareja tuvieron un niño, pero esto tampoco ablandó al secretario, que no estaba dispuesto a tolerar que pudieran vivir tranquilamente. Al estar ella casada según la documentación oficial, tuvieron que inscribir al niño como hijo natural de su padre y de madre desconocida. Una arbitrariedad más, repleta de crueldad, utilizada con el fin de hacer la vida imposible a las familias de las víctimas.
En el año 1980 se comenzó a inscribir el fallecimiento de los desaparecidos. La inscripción fue hecha por los familiares. Hasta ese momento, los asesinados no constaban en ningún lugar, y estaban vivos a efectos legales. Muchas familias habían desistido ya, otras habían desaparecido, y no acudieron a legalizar la situación. Las víctimas llevaban muertas 44 años.
A fecha de hoy, marzo de 2015, se calcula que más de 130.000 personas asesinadas a manos de los sublevados continúan enterradas en fosas comunes por todo el territorio nacional.