La Iglesia
La Iglesia como institución se posicionó en contra del régimen republicano desde el mismo momento del triunfo de la República en las urnas. En la ciudad de Valladolid y por toda la provincia, los curas clamaban desde los púlpitos, haciendo crecer una falsa sensación de peligro y persecución hacia los católicos.
Los curas actuaron políticamente, inmiscuyéndose en terrenos que no eran de su incumbencia y colocándose al lado de los poderosos frente a las clases desfavorecidas. Abominaban de la República, y la odiaban por ser la causa de la caída de la monarquía. Ambas instituciones, Iglesia y Monarquía, habían caminado juntas desde el principio de los tiempos, con gran provecho para ambas.
Dejando aparte el hecho de que su mandato espiritual era otro muy diferente, los ciudadanos no aceptaron el papel político que los religiosos estaban adoptando, colocándose del lado de quienes les oprimían.
La Iglesia actuaba de esta manera por temor a perder prebendas, privilegios y poder sobre los ciudadanos. La República traía con ella la laicidad; la separación Iglesia-Estado, la generalización de la enseñanza gratuita… demasiadas libertades, que eran rechazadas por los religiosos como verdaderas conquistas del mismo Belcebú.
Así, las escuelas estatales en Valladolid estaban en condiciones verdaderamente lamentables. No estaban equipadas y los maestros estaban relegados económica y socialmente, y entre unas cosas y otras, las familias que querían una educación para sus hijos, debían acudir a profesorado particular o a las instituciones religiosas, que eran las que acaparaban el ejercicio de la enseñanza.
Los colegios religiosos, además de obtener beneficios económicos, adoctrinaban a la juventud, creando un semillero que pronto dio sus frutos. Así, gran parte de los falangistas “camisas viejas” de la ciudad salieron de las manos de los jesuitas. José Antonio Girón o Dionisio Ridruejo fueron alumnos del colegio San José, y puede decirse que entre los alumnos de este colegio y los de “los Luises” se formaron las primeras organizaciones ultraderechistas, las JONS y más adelante, Falange Española.
Así que en enero de 1932, cuando las escuelas religiosas fueron clausuradas en cumplimiento del artículo 6 de la Constitución republicana, que prohibía a los religiosos ejercer la enseñanza, los alumnos y ex alumnos de los jesuitas, capitaneados por José Antonio Girón de Velasco, se organizaron y posicionaron en los alrededores del colegio San José para impedirlo.
La Iglesia actuó políticamente, de eso no hay duda. Era seguidora de la monarquía, con quien se entendía perfectamente, y antes de las elecciones de 1931 había hecho campaña a favor de Alfonso XIII utilizando todos los medios a su alcance. Bajo su punto de vista, España, Monarquía e Iglesia estaban unidas en trío indisoluble y por mandato divino. La separación de esta unidad, planteada por la República, solamente podía traer males mayores, contra los que llamaban a la movilización de los fieles de sus parroquias.
Y a pesar de que los gobiernos republicanos se mostraron respetuosos y hasta demasiado conciliadores con la iglesia, desde las más altas jerarquías hasta los sacristanes se dispusieron a dar la batalla.
Cuando por fin se produjo la sublevación, la iglesia se colocó de inmediato del lado de los traidores, bendiciéndoles a ellos y a sus acciones. En Valladolid, donde el golpe de estado triunfó el primer día, los sublevados se dispusieron a dar a la población un baño de sangre: era el método indicado por Mola, el Director, cabeza rectora de la idea.
Sabemos que decenas de cadáveres comenzaron a aparecer por las calles y los campos. Los carros municipales no daban abasto a recogerlos para llevarlos al Depósito del Hospital. En estas circunstancias, muchos fueron a implorar ayuda a los párrocos, y prácticamente nadie fue amparado por ellos. Muy al contrario, hubo acusaciones, informes, señalamientos por parte de aquellos curas, que tuvieron como efecto el asesinato del señalado.
Y sin embargo, ni en la capital, ni en los pueblos vallisoletanos, se produjeron agresiones, ni mucho menos asesinatos contra ningún cura, y en realidad, contra nadie, pues ya sabemos que apenas si hubo resistencia por parte de los republicanos. Por eso es todavía más llamativa esta postura malévola por parte de los curas, que actuaron violentando las mismas bases de la doctrina que proclamaban.
Además del cura indiferente ante los terribles hechos de sangre y de los curas cooperadores mediante informes, acusaciones y señalamientos, existieron también los curas beligerantes. Aunque parezca monstruoso, existieron curas que actuaron materialmente en contra de aquellos a quienes deberían haber protegido hasta el final.
Curas que detuvieron a gente, como es el caso de dos filipenses que actuaron en los primeros días, junto con falangistas vallisoletanos, a quienes acompañaban durante las detenciones; curas que intervinieron en hechos de sangre, como es el caso de ciertos pueblos de Tierra de Campos; curas que actuaron en las prisiones, forzando a los condenados a recibir sacramentos en contra de su voluntad, recurriendo a engaños y a todo tipo de chantajes, curas, en fin, que acudieron a los frentes, fusil en mano, y actuaron como unos soldados más.
Dado que, durante el golpe y la guerra, y también da lo largo de toda la dictadura, los curas no ocultaron estas actuaciones, y no dejaron de aparecer al lado de los sublevados, bendiciendo sin cesar los crímenes que éstos cometían, no es de extrañar que en muchísimas personas, incluyendo cristianos y católicos, hayan nacido y crecido sentimientos anticlericales, por más que todos, creyentes o no, se vieran obligados a ser católicos como consecuencia del golpe.
Transcurridos todos estos años, jamás se ha escuchado en pueblos o ciudades la voz de la iglesia, reconociendo los hechos, pidiendo perdón como primer paso para lograr una reconciliación real. Muy al contrario, en muchas ocasiones vemos repetirse aquellas escenas del pasado, acompañando beatificaciones y homenajes a personajes responsables de aquel horror.