Represión contra las familias republicanas
Heraclio Conde Verdejo fue fusilado junto con su hijo Isaac el día 21 de Septiembre de 1936. El otro hijo, Tomás, moriría dos días después. Madre e hija fueron a despedirse de ellos. La niña nunca pudo olvidar la escena
Víctimas
Heraclio Conde Verdejo (padre), fusilado
Tomás Conde Conde (hijo), fusilado
Isaac Conde Conde (hijo), fusilado
Eloy Conde Conde (hijo), condenado a 30 años de cárcel
Eugenia García, esposa de Eloy, encarcelada sin juicio
La familia se completaba con la esposa, Abilia Conde, y la hija menor, Laurentina, de ocho años de edad, a quien todos llamaban Tina y que fue testigo de los hechos. Había también dos hermanas mayores que vivían en Madrid y al quedar aisladas, no conocieron lo sucedido a su familia hasta el final de la guerra.
Heraclio Conde era un socialista de fuertes convicciones morales; trabajador y honrado, transmitió sus valores a todos sus hijos. El mayor era Eloy, un joven brillante y preparado que trabajaba para el consistorio de Antonio García de Quintana y que fue el único hijo varón que salvó la vida, aunque fue juzgado y condenado a cadena perpetua.
El matrimonio y los tres hijos menores vivían en la calle Renedo de la capital. Heraclio era el gerente de la Fábrica de Cervezas Cruz Blanca, situada muy cerca de su vivienda. Estaba afiliado al Sindicato de Oficios Varios, del que con toda probabilidad fue el promotor, y tenía el carnet de afiliado número 1.
En el domicilio familiar vivían sus hijos: Tomás, de 21 años, de carácter serio, que se preparaba para ser sastre, y el menor, que se llamaba Isaac y tenía 19 años; era muy alto, y lo que más le interesaba era jugar al fútbol y salir con las chicas.
Eloy, el mayor, estaba cerca de los 30 años. Estaba ya casado con Eugenia García, quien también fue detenida. Eugenia estaba embarazada de cinco meses cuando ingresó en la Cárcel Vieja de Valladolid.
La familia tenía arraigadas ideas socialistas, y el padre y todos los hermanos pertenecían a la Casa del Pueblo de Valladolid.
A lo largo de la tarde del sábado 18 de julio, corrieron por la ciudad los rumores de que se estaba produciendo el tan rumoreado levantamiento militar contra la República. Heraclio y sus tres hijos se dirigieron a la Casa del Pueblo, situada en la calle Núñez de Arce, tal y como recomendaban las orientaciones que llegaban desde Madrid. Los allí reunidos intentaban conseguir información acerca de lo que estaba ocurriendo en Canarias, y tratar de organizarse de cara a una posible defensa.
Sin embargo, la idea fue nefasta para todos los que se concentraron allí, ya que fueron sitiados por falangistas, guardia de asalto y más tarde militares, todos ellos armados, que acabaron por detenerlos a todos.
Así pues, a las nueve de la mañana del domingo 19 de julio, los congregados en el edificio fueron saliendo con los brazos en alto, y tras ser cacheados, los encarcelaron. Primero los condujeron a la Cárcel Vieja, pero pronto se saturó y los detenidos fueron trasladados a la Cárcel Nueva y a las Cocheras de Tranvías, que se hallaban en desuso. Abilia y Tina, madre y hermana de los detenidos, se enteraron enseguida de las detenciones, y acudieron a la prisión para ayudarles en lo posible. Todos los días les llevaban la comida y la cena.
Los sublevados tenían prisa por juzgar a los detenidos de la Casa del Pueblo, que constituían la flor y nata republicana. El juicio a los 448 detenidos se celebró el día dos de septiembre de 1936 a lo largo de un par de sesiones maratonianas en las que no hubo espacio para la defensa de los acusados. Un juicio sin garantía alguna, y por tanto, nulo de pleno derecho, que sin embargo sentenció a muerte a decenas de vallisoletanos e impuso condenas a perpetuidad.
Los cuatro varones de la familia Conde fueron juzgados en esta causa 102/36, acusados de rebelión armada, a pesar de no tener ni haber tenido en su poder arma alguna, ni haberse rebelado en contra de ninguna legalidad, y les impusieron una condena de 30 años a cada uno de los cuatro.
Mientras tanto, Eugenia, la esposa de Eloy, que estaba embarazada de cinco meses, fue detenida y encarcelada sin que en su contra hubiera cargo alguno. Sencillamente, era la esposa de Eloy Conde y eso fue motivo suficiente para que los golpistas la recluyeran en la prisión.
Cuando los ya condenados esperaban en la prisión el destino donde cumplirían la pena, se presentó un día en la cárcel el párroco de la iglesia de La Magdalena, llamado Rufino Capdevila, quien era confesor de la esposa del Director General de la Cervecera en la que trabajaba Heraclio, y hermano de un policía secreto, conocido en toda la ciudad. El cura llevaba una lista de personas con las que se entrevistó. Después, algunas de esas personas sufrieron una revisión de la condena. En esta revisión, todos salieron perdiendo. A Heraclio, Tomás e Isaac les cambiaron los 30 años de condena por pena de muerte, que fue ejecutada rápidamente en San Isidro.
A Heraclio le fusilaron junto con su hijo Isaac el día 21 de Septiembre de 1936. Madre e hija fueron a despedirse de ellos. La niña nunca pudo olvidar la escena. Recuerda que estaban todos los condenados en una sala grande, y en un momento dado, arrancaron a cantar La Internacional, momento en que fueron devueltos a las celdas. El padre le pidió a su mujer que no asistiera al fusilamiento; le pidió que se concentrara en “criar a esta hija nuestra, tan querida”. Ese mismo amanecer fusilaron al hermano de una conocida, Carmen, quien asistió a la ejecución. Después les contó que Heraclio dijo unas palabras a sus verdugos. Les dijo que “se tenían por cristianos, pero eran como los romanos, haciendo de la muerte un espectáculo…”
En esos momentos, las cascajeras donde se producían las ejecuciones y sus alrededores, estaban llenos de gente que asistía a los fusilamientos; y había bares abiertos y puestos de churros. Carmen les contó también que Isaac quedó malherido y se levantó del suelo, y allí mismo lo remataron con otro tiro.
A Tomás, el otro hijo, lo mataron dos días más tarde, el 23 de Septiembre de 1936. La madre se desesperaba al pensar cómo tuvo que pasar esos dos días. “Fueron muy crueles… Lo dejaron allí, viendo como se llevaban a su padre y a su hermano, en vez de llevarse a los tres a la vez…”
Eloy, el mayor, salvó su vida. Tenía casi 30 años. Estaba ya casado con Eugenia García, quien también estaba detenida y embarazada de cinco meses. Acorralado por las circunstancias, Eloy hizo concesiones al párroco. Le condenaron a cadena perpetua y enseguida fue trasladado al Fuerte de San Cristóbal (Pamplona), donde estuvo 5 años.
Su mujer, que nunca fue juzgada, permaneció en prisión. Cuando llegó la hora de dar a luz, la llevaron al Hospicio, donde tuvo una niña; después volvió a la cárcel donde estuvo un año más.
Curiosamente, Eloy era el más comprometido y el más conocido públicamente de toda la familia, porque trabajaba mano a mano con Federico Landrove y con García Quintana, los dos alcaldes republicanos que tuvo la ciudad; y cuando murió Remigio Cabello, el fundador del Partido Socialista vallisoletano, fue el responsable del traslado del cadáver desde Madrid. Este entierro fue un acontecimiento muy importante en la ciudad, y a él acudieron multitud de personalidades políticas y toda la familia Conde Conde. Era el 17 de Mayo de 1936.
Tras los tres fusilamientos, la madre se quedó muy mal. Dejó de dormir por completo. Envuelta en un mantón negro, bajo el que cobijaba a su hija, iba por la carretera de Renedo hacia el cementerio. Llevaba a la niña al comedor del Auxilio Social y después volvían a su casa. Al entrar en el portal, comenzaba a llamar a sus hijos en voz baja: “Tomás… Isaac… Tomás… Isaac…”, y así horas y horas. No dormía nada. Noche tras noche, se dedicaba a caminar por el pasillo y por las habitaciones de la casa, hablando en voz baja.
Tina se quedó sola. Su vida era ir del colegio al comedor y del comedor al colegio. Cuando su madre consiguió trabajar, prácticamente dejó de verla. Tenía nueve años y no podía dormir, estaba angustiada por todo lo ocurrido, por la falta de sueño, por las caminatas tremendas que tenía que hacer a diario.
La situación en la calle era muy mala. Continuamente detenían gente, oían cosas tremendas, aparecían cadáveres. No confiaban en nadie. Muchos de sus vecinos fueron detenidos. Uno de ellos, padre de un niño de la edad de Tina, apareció asesinado en una cuneta de Santovenia de Pisuerga. Por las noches, encerradas en su casa, escuchaban gritos y golpes en la calle.
Tina se ha preguntado toda su vida cómo pudieron soportar todo aquello.
Su madre nunca se recuperó. Murió con la moral y la salud completamente arruinada. Hasta el fin de su vida conservó las cartas que sus hijos le escribieron la noche antes de morir; la despedida de sus hijos que apenas habían salido de la adolescencia, que no habían llegado a vivir.
Tras pasar dos años terribles, en los que la madre parecía enloquecer, tuvieron la alegría de la liberación de Eugenia, la esposa de Eloy. Su hija, nacida cuando su padre ya estaba condenado, había logrado sobrevivir en la cárcel, y tenía en ese momento tres años. Eugenia convenció a su suegra para ir a Pamplona a visitar a Eloy y que pudiese conocer a su hija. Por fin pudieron arreglar los permisos y se desplazaron hasta el Fuerte de San Cristóbal. Tina tenía ya 12 años, por lo que fue consciente de todos los detalles, que recordaría durante toda su vida.
En el penal de San Cristóbal había muchos presos vallisoletanos. Sus familias estaban en contacto y se apoyaban y ayudaban mutuamente. El viaje era muy penoso, largo, incómodo y además, muy caro para aquellos que nada tenían, porque hasta el trabajo les llegaban a negar.
Los familiares de los presos de Valladolid se hospedaban juntos en una fonda de la calle del Carmen, en Pamplona; durante esos viajes se establecieron lazos de amistad y de solidaridad que durarían toda la vida. El día de la visita a los presos, al amanecer, subían a pie la montaña en la que está el Fuerte, cargados con bultos y paquetes, y ellas, además, con la niña de tres años. Las condiciones en las prisiones franquistas eran letales, al punto de que la salud y a veces hasta la vida de los presos dependían del apoyo que sus familiares fueran capaces de hacerles llegar. Ellas hicieron amistad con las familias de otros presos: con los Parra, de Santibáñez, y con Seisdedos, quien después fue destinado a las minas de Oviedo, que estaban abandonadas, logrando sobrevivir a todo. Años después le vieron en un acto político junto con Ana Belén y Víctor Manuel.
Tina recuerda que cuando vieron el Fuerte de San Cristóbal por primera vez, se quedaron impresionadas; las paredes interiores rezumaban agua, y estaban cubiertas de musgo. Los presos estaban tras unas rejas, y por fin pudieron ver a Eloy. Separados por dos rastrillos, no pudieron abrazarse, pero lograron que los guardias pasaran a la niña, a quien su padre veía por vez primera.
Ayudar a Eloy y criar a la niña se convirtió en el centro de la vida de las tres mujeres. Poco a poco, la vida se fue regularizando, Eloy fue liberado, falleció la madre… quedó la amargura, el recuerdo del padre y los hermanos fusilados sin razón, la destrucción completa de la familia y también, como así fue, de la posibilidad de ser razonablemente felices.
Han pasado décadas desde aquella abominación. Los supervivientes no lograron que el estado reconociera los daños; no ha habido justicia, ni tampoco reparación. Los gobiernos han decidido que hay que olvidar, y esperan a que los testigos desaparezcan.
Pero nadie es dueño del olvido, y por otra parte, la Verdad siempre acaba por desvelarse. Por eso, estos hechos serán recordados siempre como lo que son: crímenes horrendos contra la Humanidad, a la espera de ser reconocidos, juzgados y reparados.